Blog personal de Alejandro Castroguer

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martes, 1 de agosto de 2017

IV Lectura callejera y castrogueriana



La lectura de hoy, efectuada otra vez en Calle Nueva, muy cerca del difunto Casa Mira, ha tenido como norte la Gran Manifestación Antitaurina que tendrá lugar el sábado 19 de Agosto en Málaga. Es por esta razón que, a modo de homenaje, he escrito un texto titulado "A un toro de lidia llamado Inocencio", y que ha sido objeto de la acción reivindicativa de esta tarde.
Os dejo unas fotos como testimonio de lo ocurrido hace tan solo unas horas.



 
Y ahora un breve vídeo:



A modo de colofón, aquí tenéis unos fragmentos del texto arriba mencionado.



A UN TORO DE LIDIA LLAMADO INOCENCIO
Alejandro Castroguer



Al final de la estrecha oscuridad, te recibe el cegador griterío de la chusma. Deberías tenerles miedo, Inocencio, por mucho que te creas invencible (...). La sombra del circo romano, las cenizas de Mauthausen o Buchenwald y la vesania de los mataderos, todo ello gravita sobre la crueldad de la turba que abarrota los tendidos. Si llegado el caso ellos no dudarían en condenar a Jesús por segunda vez, ellos que se dicen tan cristianos, ¿por qué iban a temblarles la mano al firmar tu sentencia de muerte? (...)

Los requiebros del capote, esa tela rosada que maneja el homínido designado como tu verdugo, abanican la tarde. Después llega el turno al horror. Un caballo percherón, otra víctima más del espectáculo, es obligado a saltar al ruedo. (...)

Siguiendo el instinto, te lanzas contra el caballo. Sois dos coches que colisionan en mitad de un cruce de caminos. La carrocería del centauro apenas se resiente, en cambio la tuya se abre en canal. La puya se apresta a ahormar tu bravura virgen. Desflora la carne, te parte por la mitad. La violación del acero te ciega por momentos, todo es devastación sobre la espalda. Cierras los ojos, te ahogas, y sin embargo te obstinas en empujar contra el caballo. (...) El martirio se detiene cuando ellos lo estiman oportuno, no vayas a ser que te derrumbes y seas incapaz de levantarte. Sientes que una cascada de sangre se desbarranca hasta la pezuña. (...)

Dos homínidos, armados con sendas banderillas, concitan tu atención desde lejos. (...) Esos aguijonazos reactivan tu bravura, que es justamente lo que pretendían. Persigues a los homínidos en vano, pues saltan por encima del burladero. Luego se ríen en tu cara. Aunque parezca increíble, el sufrimiento no ha hecho más que comenzar. Como rúbrica a la ejecución aguarda el dulce magisterio del carnicero, el dibujo medido de la muleta, el desangrado exacto de tu virginidad de víctima. 

El verdugo te muestra la muleta, carmesí como tus heridas. Embistes, vas en pos de ella. Los carriles que conducen a la muerte son tan artísticos, eso afirman los homínidos, que los han convertido en una verdadera matanza pública. Circunvalas al matarife, que porfía en su juego de trilero. Ahí tienes la muleta, Inocencio, y un segundo después ha desaparecido. Las embestidas son jaleadas por las mismas gargantas que, dos mil años atrás, alzaban o bajaban el pulgar para decidir la muerte de un puñado de indefensos cristianos. Herederos de aquéllos, también de los que celebraban la quema de herejes en la Edad Media, la multitud jalea el espectáculo. Es entonces cuando el homínido empuña el estoque de matar. Todo está cumplido.

Incapaz de adivinar la inminencia del final, aguardas: ¿a ver qué ocurre? No entiendes el código que rige una muerte tan matemática. Esperas. Cuando te quieres dar cuenta, Inocencio, el verdugo ha enterrado un metro de acero en el terreno baldío de tu cuerpo. Un fulgor de fuego funde, en un solo segundo, tu fiereza. Ya estás muerto… y no lo sabes.    

La agonía empieza con esa asfixia que convierte en piedra tus pulmones, que te anega de sangre los pantanos del miedo. En busca de respuesta, interpelas a los homínidos con un mugido: ¿qué mal he hecho? ¿Merezco tanto tormento? Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Pese a que te niegas a darles satisfacción, al final no puedes más y te orinas encima; luego defecas, laxos los esfínteres a causa del dolor. La horda clama victoria, lanza vítores al asesino. 

De pronto, regurgitas el último borbotón de sangre. Exclamas tu sacrificio con un mugido que aletea, ingrávido, por los aleros de la plaza. Asciende esa palabra sin traducción sobre la conciencia degradada de los presentes. Bajo el tonelaje de la muerte acabas por sucumbir. Doblas las rodillas, te tumbas en el suelo, vencido, tiritando de miedo y de frío. Ves cómo se acerca el verdugo con el estoque de descabello. 

Muges, gritas, protesta a cada golpe de acero, la testuz mordida por las cuchilladas. ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! El trance sería infinito de no mediar el golpe exacto, matemático, que parte en dos tu médula espinal. Volteas las patas, te desparramas. 

En el último segundo, buscas con la mirada el camino que trazará tu espíritu cuando se haya despegado de la carne y de los huesos. Sin embargo no encuentras nada, Inocencio, apenas ese cielo en que creen ciega e hipócritamente el verdugo, sus cómplices y la horda de los tendidos. Antes de expirar albergas un recuerdo postrero: ese prado donde pastabas hasta hace unos días, el dulce sabor de la hierba, la frescura del río donde mojabas las pezuñas. Y sobre todo, la mirada de esa vaca de la que te habías enamorado, al otro lado del matadero.

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