Blog personal de Alejandro Castroguer

En este blog podrás estar al tanto de las noticias que generen las novelas "GLENN" (Premio Jaén de Novela 2015), "LA GUERRA DE LA DOBLE MUERTE", "EL ÚLTIMO REFUGIO", "EL MANANTIAL" y "HOLMES Y EL CASO DE LOS OCHO ESTÓMAGOS", y las antologías "Vintage'62: Marilyn y otros monstruos" y "Vintage'63: J.F.K. y otros monstruos" entre otras. Además, es lugar de encuentro para amantes del cine, la literatura, la buena música y las aventuras del Rey Mono.

viernes, 26 de febrero de 2010

9.2º Capítulo >> Crónicas de Guerra. La gasolinera


Domingo 31 de enero de 2010,

camino de Antequera, las 7:00 de la mañana.


(Originalmente se publicó completo el capítulo. Ahora sólo es un extracto en espera de la publicación del libro)


(...) A lo lejos, en mitad de la niebla, emerge la figura de un hombre. Camina apresurando el paso, los jirones brumosos enredados en las botas. Aprovecha el amanecer para recomponer pieza a pieza algo del valor perdido durante la noche, si es que alguna vez fue valiente. Para él es simplemente una enfermedad contagiosa ante la que es inmune.

Filosofa sobre ello mientras avanza sin descanso sobre la línea discontinua de la carretera, las botas paso a paso sobre ella, los brazos en cruz, como el funambulista que cruza el vacío sobre un alambre que apenas cabe entre los dedos de sus pies. De la mano derecha cuelga una garrafa.

Todavía trae el miedo escondido en los ojos. A veces silbar una melodía o marcar el ritmo de una canción con el chasquido de los dedos sirve de antídoto. Pero del espejo de la mirada es más difícil borrar su huella. La huída de Granada, la persecución sufrida, el fuego que caía del cielo. Lleva caminando cuatro horas en busca de gasolina para poder seguir viaje. El Chrysler ha quedado muerto quince kilómetros más atrás.


Largo es el camino, y el desaliento. Hondo el miedo.

Corto es el valor. Y superficial el gesto de patear una piedra.


Está muy cansado. Los pies se cuecen dentro de las botas y la piel cancerosa se lacera por culpa del roce con los calcetines húmedos. Hace un par de horas ha soportado sin dejar de caminar un chaparrón que lo ha calado hasta los huesos. Trae toda la ropa húmeda, el frío de la noche empantanado en el pecho y en la espalda. Tirita de frío, así que agradece la salida del sol. Por lo menos podrá ir secándose. Poco a poco. Resopla y maldice su suerte. Luego vuelve a silbar una melodía que le ronda por la cabeza sin llegar a saber qué significa.

Durante un segundo sopesa la posibilidad de haber probado suerte anoche dirigiéndose al centro de Granada. Tendría que haberse arriesgado bajo el fuego de las bombas Mk77, pero quién sabe lo que habría encontrado.

Ahora está en mitad de ninguna parte. Menos mal que al final de la carretera, antes de que se pierda tras una curva a la derecha, descubre dos manchas oscuras. Apostaría que son dos coches. Con algo de suerte podrá continuar el viaje.


Salvador busca las llaves en el interior de los vehículos. Ni rastro de ellas. Habría sido una posibilidad, seguir en uno de esos coches abandonados y olvidarse del Chrysler. Para su desesperación el único botín que obtiene es una caja de caramelos de café que hay debajo del asiento del conductor.

Tendrá que seguir con el plan preestablecido, extraer algo de gasolina de uno de los depósitos y desandar el camino andado.

Abre uno. Deja la garrafa en el suelo y saca del bolsillo un largo macarrón de plástico. Ahora sólo aspirar bien fuerte y dejar que el combustible llene lentamente la garrafa. Acuclillado siente la tensión de las piernas, una presión de acero en las pantorrillas después de más de quince kilómetros de caminata.

El nivel de la gasolina sube al mismo ritmo que su ánimo.





Cuatro horas después, a eso de las once de la mañana, el Chrysler accede a una gasolinera que hay en mitad de la nada, camino de Antequera. Salvador guarda la precaución de esconder el vehículo dentro del túnel de lavado. Así evitará que desde el aire puedan detectarlo los aviones y helicópteros de los vivos y den la voz de alarma.


Las botas del soldado crepitan sobre guijarros de cristal. Todas las ventanas del local están reventadas. (...)

Con matemática exactitud, Salvador inspecciona una tras otra todas las estancias de la gasolinera, el cuarto de baño y la habitación de descanso del personal, procurando no dejar ni un solo rincón sin inspeccionar. Entonces algo sucede. Una sensación o simplemente un presentimiento. No sabe si ha sido antes el ruido o la sombra, o el engaño de los sentidos. De todas formas será mejor esconderse detrás del mostrador.

En uno de los cajones encuentra un destornillador. Lo empuña como si fuese un cuchillo. Asoma la cabeza por encima del cristal roto del escaparate y, a un lado de los surtidores, encuentra la sombra de lo que acecha tras su miedo.


Es menos grave de lo que había temido en un principio, parece la sombra de un perro. La figura en mitad del asfalto es inequívoca. Salvador abandona el mostrador con la bolsa de patatas en una mano y el destornillador en la otra. No ha de fiarse. Un animal hambriento es capaz de todo.

Se acerca dedicándole piropos, la bolsa a un lado, la mano izquierda adelantada, la palma boca arriba en son de paz. La derecha, por su parte, permanece escondida tras la espalda.

-Tranquilo, tú tranquilo, bonito.

Se acuclilla para ganarse la confianza del animal. Ponerse a su altura facilitará el acercamiento. Una racha de viento desordena el flequillo del perro, que se muestra reticente, encogido el cuerpo en actitud de alerta, el rabo entre las patas. Seguramente Salvador no será el primero que ha intentado el mismo juego con él. Así que es normal que desconfíe.

Debajo del pelaje se intuyen las costillas. Está muy flaco y tan sucio que es casi imposible adivinar su verdadero color. No es muy grande. No pertenece a ninguna raza conocida. Un mestizo, un animal inofensivo que a buen seguro mitigaría el aburrimiento de los trabajadores del lugar con sus carantoñas. Salvador adivina que tras esos ojos vivarachos se esconde un entrañable animal de compañía. Seguramente por eso no se ha marchado de allí, fiel hasta el final a la gasolinera.

De repente algo se le mueve por dentro. A lo mejor el vago recuerdo de otro perro, más alto y más fuerte, pero igual de cariñoso. La sonrisa brota inmediatamente de sus labios y el animal agradece el gesto aventurando un par de pasos. Pero basta que eche mano a la bolsa de patatas para que lo ganado en cinco minutos sea la mitad de lo perdido en un segundo.


El perro se retira. El olor de las patatas fritas es el único reclamo para que vuelva a acercarse. Así que Salvador adelanta una patata sin hacer ningún gesto brusco, evitando mirarlo directamente a los ojos, no vaya a ser que se sienta acosado. Es más que probable que una mirada demasiado intensa lo espante definitivamente. A saber lo que habrán visto esos ojos.

Midiendo cada centímetro como si fuese el último antes de revolverse y salir huyendo, el animal gana terreno. El hambre le conduce irremediablemente hacia Salvador.

Mira alternativamente a los ojos del soldado y a la patata frita. Tan solo un metro de distancia entre ellos. Demasiado lejos para Salvador. Peligrosamente cerca para el perro.

-Toma bonito.


Antes de que él consiga oír nada, el animal levanta las orejas, dos radares que se mueven a un lado y al otro, rastreando el viento. Está a punto de perderlo. Y Salvador lo sabe. Deja la patata en el suelo y se retira medio metro.

Pero el chucho sigue con las orejas de punta y la trufa de la nariz olisqueándolo todo.

Entonces huye a toda velocidad camino del túnel de lavado. Salvador maldice su suerte. Recoge la patata del suelo y la introduce en la bolsa. Hay que racionar la comida. Se incorpora y otea el horizonte, una mano a modo de visera.

Antes de que pueda ver nada, se presiente la inminencia de un rumor. Es eso lo que ha detectado el perro antes que él y por eso se ha escondido.

Desde luego el animal sabe a qué se enfrenta de quedarse en mitad de la gasolinera. Ya habrá tiempo de comer luego, primero hay que salvar la vida. Por su parte Salvador desconoce el origen del peligro, pero no el peligro en si mismo. Corre camino de Chrysler.


Acercándose metro a metro, rueda por la carretera el temblor de un grupo de motoristas. Salvador vuelve a encontrarse igual que anoche, encogido en el asiento, esperando que el peligro pase de largo. Introduce la llave en el contacto y aguarda. El destornillador y su hambre como unas únicas defensas.

Minutos más tarde el ruido es perfectamente reconocible. El bramido de una manada de motoristas retorciendo la oreja a su máquina. El suelo tiembla. Ojalá no encuentren atractiva la gasolinera y pasen de largo.



martes, 23 de febrero de 2010

9.1º Capítulo >> Crónicas de Guerra. La huída


Avenida Federico García Lorca, Granada

Sábado 30 de enero de 2010, las 20:30 de la noche


El olfato. Acechar a la presa, buscar el mejor momento para saltar sobre ella. La ausencia de sentimientos. La cueva de la barriga vacía de vísceras. Únicamente la urgente llamada de la sangre. El instinto. Los costurones y las equis de hilo negro identifican y diferencian su cuerpo del resto, como el hierro de una ganadería.

Tras una montaña de escombros, la sombra vigila todo lo que sucede a su alrededor. La noche honda es su mejor aliada. El frío tensa los músculos.


De pronto, percibe el ronroneo mínimo de un motor. A través de la Avenida de Juan Pablo II aparece la mancha oscura de un vehículo. Trae las luces apagadas.

La secuencia de los acontecimientos permite que todo suceda en un radio de apenas cincuenta metros. Porque al mismo tiempo que el coche se detiene delante del esqueleto de un edificio a medio construir, la sombra detecta una nueva presencia que se mueve con sigilo en mitad del océano de la noche. Huele el miedo. Apostaría que es un superviviente. Sólo uno de ellos puede oler de esa manera.


Los que ocupan el vehículo azul han abandonado sus asientos, y se refugian a la carrera dentro del bloque. Primero dará cuenta de la sombra solitaria y luego subirá en busca de los otros. Para que sepan que no se olvida de ninguno, deja oír un alarido que arranca astillas a la noche. Es su manera marcar el territorio. Tácticas de depredador.


El temblor del aire sobrevuela Granada por dos veces liberando su carga de Mk77 antes de que la sombra sienta de nuevo la necesidad de gritar. Es incapaz de expresarse de otra manera, únicamente desencajar esa rabia de los rincones de su cuerpo y escupirla contra la oscuridad.

Está a punto de abandonar de su escondrijo cuando el superviviente atraviesa la rotonda iluminada por una hoguera. Al atravesar el charco de luz es descubierto y rodeado inmediatamente por un grupo de zombies que acuden convocados por el olor de la carne fresca. El hambre es un potente inhibidor. Todos ellos saben que a esas alturas de la noche corren un grave peligro. Pero el roedor del estómago solicita su ración, y mendigos del instinto, sólo les resta obedecer.


El superviviente es un hombre que ronda los cincuenta años, escurrido de carne y mirada deslustrada. Ha tenido la desgracia de ser descubierto cuando buscaba algo que llevarse a la boca. Enarbola un madero en llamas en un desesperado intento por ahuyentar a los hambrientos.

En ese mismo momento, a cincuenta metros de distancia, la figura de Salvador se recorta en el portal del edificio. El soldado se deja arrastrar por un impulso más fuerte que la propia necesidad de seguir con el grupo, al abrigo del resto de compañeros. Sabedor de que ninguno dejará que deserte, ha de actuar por su cuenta y riesgo.

Miedo sobre miedo, a que los compañeros le ataquen mientras duerme, a no oírlos y a ser despertado por el lacerante escozor de los dientes, a seguir combatiendo para defender lo que ya está perdido, y también a Ellos, a esos prodigiosos depredadores de la noche. Pero por encima de todos, el miedo a no intentarlo.

Es una apuesta a doble o nada, es consciente de ello, pero es el momento que llevaba esperando durante semanas. Seguir el camino en solitario es de vital importancia para Salvador.


Alcanza el Chrysler. Rápidamente se acurruca en el asiento, escondido tras el salpicadero. Cuando logra controlar el pánico, alza la cabeza.

Delante del coche todo sucede a una velocidad increíble, el borrón de la sombra acercándose a la rotonda, el geiser de la sangre, los cuerpos destrozados de los zombies y la inmolación final del superviviente.

Tras la masacre, en mitad de la noche en llamas, quedan la sombra y Salvador, frente a frente, cincuenta metros de asfalto entre el miedo de uno y la irracionalidad del otro, entre el nerviosismo y el instinto.

Caer ahora sería una putada.


El quiste de las llaves al final del bolsillo. Encogido para que la sombra no detecte mi presencia, resulta casi imposible alcanzarlas con la punta de los dedos.

Menos mal que esa cosa de ahí afuera hace un movimiento imprevisto. Mira a su derecha y se dirige con paso firme al edificio. Antes de entrar en el portal alza la mirada. Busca algo, quizá la confirmación de la brasa de un cigarro o la cabeza de uno de mis compañeros.

La sombra entra en el edificio. Lo primero que se encontrará es el cadáver del perro guardián. Respiro aliviado.

Aprovecho el instante para tirar de las llaves hacia afuera y acertar con la ranura del contacto. De inmediato gruñe el motor de Chrysler.


Arriba, en la séptima planta se escuchan los gritos de desesperación. Es imposible no oírlos desde abajo. Salvador mete primera, suelta el embrague y pisa el acelerador. Debe controlar el terremoto de los nervios.

De repente, un cuerpo se estrella contra el suelo. Los huesos se quiebran como si fuesen de madera y estalla la cabeza. La Doble Muerte ha alcanzado a uno de los compañeros tras una caída de más de veinte metros de altura. Un último estertor sacude los brazos.

El coche se aleja en dirección a la rotonda. Al llegar se estremece. Algo golpea el suelo por debajo. Salvador ha de sujetar con fuerza el volante. Atraviesa una escombrera de cuerpos mutilados, una abstracción de músculos y órganos. Pasar por encima de brazos y piernas es fácil. Por el contrario debe sortear las cabezas y los torsos.

Chasquidos de huesos que se quiebran bajo el peso del vehículo. Salvador reza para que ninguna astilla ósea provoque un pinchazo. Entonces sí que estaría perdido, a merced de Él.

Las ruedas trazan dos líneas paralelas sobre el charco de sangre.

Sobre la ciudad sobrevuelan los dos Mirage F1. Ahora el fuego jabonoso alcanza la barriada de Maracena, a unos cientos de metros a la izquierda de donde se encuentra.


(Originalmente se publicó completo el capítulo. Ahora sólo es un extracto en espera de la publicación del libro)

viernes, 19 de febrero de 2010

8º Capítulo>> Recuerda quién eres

Domingo 31 de enero de 2010, 11:00 de la mañana

Calle Tomás de Ibarra, Sevilla


(...) Desbarata la última telaraña de la cabeza y los pies buscan por instinto el abrigo de los botines. Es entonces cuando cae en la cuenta de que ha dormido vestida. Ahí están el pantalón vaquero y la blusa celeste. El dirigible de la memoria se acerca a Judith, que hace un esfuerzo titánico para que aterrice cuanto antes. Sin embargo todo tiene su tiempo.





Gracias a la luz de la mañana el armario ha dejado de ser un cetáceo, ahora sólo es un mueble que la decencia debería haber jubilado hace ya tiempo. Giro la cabeza y trato de reconocer la cama. Me resulta imposible. Ésta no es mi habitación.

La blusa está manchada de sangre. Estoy cada vez más cerca del suelo. Son los garabatos oscuros sobre el color celeste quienes al fin obran el milagro. Y entonces me asusto. Otra mañana más soy yo en estos días hostiles. Año 2010.

Entonces recuerdo, el dirigible aterriza. Paciente, tiro de la madeja para encontrar el primer cabo: la persecución en bicicleta, la ambulancia del 061, calle Temprado, el alud de la noche, la necesidad de esconderse, la casa, la silla de ruedas y la contundencia de un nombre de acentos bíblicos, Judith.

Asustada busco debajo de la almohada. No está. Me han robado el martillo.

Al otro lado de la habitación encuentro la silla de ruedas y a su dueño, un muchacho de algo menos de veinte años. Su cara demacrada es un espejo donde reconocer la mía, las ojeras oscuras como pozos, la mirada lacerante de animal hambriento, los desgarrones de la piel.

Sin embargo, a diferencia de anoche, ahora no queda ni rastro de esos ojos de reptil.


El joven se acerca muy lentamente. La silla apenas a un palmo de la cama. Judith se percata de la presencia del martillo entre la cadera del muchacho y un lateral de la silla. A buen recaudo.

-Veo que empieza a recuperarse -dice con una sonrisa.

-¿Qué hora es? - Judith se muestra inquieta. Quiere levantarse cuando descubre el contacto frío de las esposas. La vista reconoce segundos después lo que ya habían reconocido las muñecas.

Sin atreverse a mirar a su nueva compañera, el chico se acerca al ropero. El odio es demasiado intenso.

-¿Qué hora es? - repite ella después de incorporarse.

-Espero que sepa comprenderme.


(Originalmente se publicó completo el capítulo. Ahora sólo es un extracto en espera de la publicación del libro)


martes, 16 de febrero de 2010

7º Capítulo >> Crónicas de Guerra, Ceniza

Sábado 30 de enero de 2010, 20:30 horas

Avenida de Juan Pablo II, Granada



El estruendo de dos turborreactores en mitad de la noche.


La inminencia del bombardeo.


El temblor de los edificios.


Dos centellas plateadas se aproximan a toda velocidad desde el norte de la provincia. La ciudad aguarda el sacrificio final, derrotada a las faldas de Sierra Nevada. En ella es imposible distinguir el más mínimo vestigio de luz eléctrica. Desde el aire, y a oscuras, parece la postilla de una gran herida. O un melanoma. Allá abajo apenas se barrunta el eco de un pulso mínimo, unas cuantas sombras que han sido sorprendidas por la noche y navegan sin rumbo, desbaratados los pasos por el pánico.


Los dos Mirage F1, guiados por la infalibilidad del radar, se lanzan en picado contra Granada, un ruido similar al de enormes piedras de diez toneladas cayendo ladera abajo.

Les basta con un par de segundos para hacer su trabajo. Trazan una curva ascendente, las alas a cuchillo, de noroeste a sureste. Se alejan. A una velocidad de Mach 1 ya están a más de cinco kilómetros cuando una cortina de fuego crece sobre los barrios de Cervantes y Mirasierra. No estalla con la violencia del explosivo. No, solamente la voracidad de las llamas pegajosas.


Ante la barbarie de las últimas semanas, los vivos han elegido responder con la misma moneda. Lanzando bombas cargadas con Mk77, una evolución del tristemente famoso napalm, se vulneran todos los tratados internacionales. Como carecen de las aletas estabilizadoras es casi imposible precisar el blanco. Únicamente reduciría el margen de error la experiencia de los pilotos, pero en esta ocasión se ha elegido darle una oportunidad a dos novatos. Como adolescentes que juegan a disparar balines contra las ranas. Sólo que no están frente a una charca de agua estancada.


Hay zombies en mitad de la calle tratando de recordar el camino de casa. Pero ya no tienen tiempo, la bomba roza el suelo o la arista de un edificio y libera toda su carga. El fuego se expande, se riza sobre si mismo a una velocidad superior a la del pensamiento. De modo que cuando quieren reaccionar los jirones de cabello han desaparecido en una décima de segundo, la piel se fríe y la grasa adiposa del abdomen crepita. Los ojos se licuan en el primer instante antes de evaporarse. Ciegos los pasos, los cuerpos son muñecos de San Juan que tratan desesperadamente de huir de la hoguera sin sospechar que la hoguera son ellos mismos. Dentro de un rato sólo quedará un rastro, la señal inequívoca de la ceniza en mitad del asfalto abrasado.


Consciente de la gravedad de la tragedia que asola Andalucía desde mediados de diciembre, el Gobierno declaró el estado de alarma poco después del día de Reyes. El viernes 22 de enero el Congreso de los Diputados prorrogó dicho estado, dando de alguna manera luz verde a la intervención militar. Así ya no habrá que negar más la gravedad de los enfrentamientos delante de los medios de comunicación.

Seguidamente el Ministerio de Defensa posibilitó la actuación del ejército con el fin de recuperar cuanto antes el control sobre las ocho provincias andaluzas. Y se combate por aire y por tierra para extirpar el tumor.


(Originalmente se publicó completo el capítulo. Ahora sólo es un extracto en espera de la publicación del libro)


viernes, 12 de febrero de 2010

6º Capítulo >> Matarifes en el hospital

(Originalmente se publicó completo el capítulo. Ahora sólo es un extracto en espera de la publicación del libro)

Sábado, 30 de enero de 2010, 11:45 de la mañana,

Hospital de la Caridad, Sevilla


El trabajo es arduo, desde el amanecer hasta el derrumbe de la noche. Nada de horarios. Únicamente la extenuación concede el premio de unas horas de sueño, nunca más de cinco, en una de las habitaciones de la primera planta del hospital, la desnudez del colchón como antídoto contra la pereza. Y luego vuelta a empezar, cuando todavía los músculos se acuerdan del dolor de hace unas horas.

Siempre el mismo trabajo, recolectar las mejores piezas, y una vez cargada la ambulancia, regresar sin detenerse ante nada ni nadie. Eso sí, preferiblemente antes de la muerte de último rayo de sol.


En calle Temprado es posible ver cada tres o cuatro horas a la misma ambulancia del 061 buscando un hueco por donde subirse a la acera, entre los coches abandonados. Basta un toque de claxon para que se abra la puerta del Hospital de la Caridad, la misma que a principios de diciembre permitía la entrada de los turistas. Aparecen otros tres batas blancas, arrastrando su mal humor y la extenuación de los miembros.

Con la naturalidad de la rutina los cinco operarios forman una cadena para transportar los pedazos desde el vehículo hasta el patio principal del hospital. Nada de bromas, no hay lugar a ello. Y menos aún sin tener la certeza de que no los vigilan. Los músculos se lamentan, la espalda se quiebra, y a pesar de ello el ritmo ha de ser constante, una cabeza o la tijera de las piernas.

En seguida en el suelo se advierte el rastro de una sangre espesa como mercurio sobre la sangre cuarteada y negra de traslados anteriores.


Hay un instante en que uno de ellos se detiene rompiendo la cadena. El hedor de las manos manchadas de sangre asciende por la chimenea de la nariz. Necesita afianzar su posición abriendo el compás de las piernas. Se retira entonces un par de metros con un amago de vómito al fondo de la garganta. Es el único bata blanca que trabaja con gafas.

Varias arcadas terminan doblando el cuerpo por la cintura. Sin embargo logra contenerlo antes de que llegue a la boca. Lo que le ha resultado imposible es evitar que se le escape una pasta amarillenta por el desgarrón de la garganta. Pretende ocultarlo en vano. Los demás se han dado cuenta de todo. Interrumpen el trabajo durante unos segundos, suficientes para cruzar una mirada entre ellos.

Del bolsillo del vaquero extrae un pañuelo. Limpia el cuello de la bata y lo devuelve a su sitio después de doblarlo metódicamente. Entonces la mano tropieza con una cuartilla doblada. En un principio no acierta a saber de qué se trata. Ha de hacer memoria, aunque últimamente anda un poco disperso. Muchas mañanas le cuesta trabajo hacer inventario de lo que hizo el día anterior, los recuerdos guardados tras una puerta.

Un simple gesto de desaprobación antes de retornar a su posición subiéndose el cuello de la bata. Una sonrisa podrida en mitad de su cara cenicienta a modo de disculpa.

Mientras reanuda el trabajo insiste en abrir la puerta de la memoria. Al cabo de un rato consigue asomarse al interior. Deja el torso que lleva en manos del siguiente compañero de la cadena, y entonces recuerda.(...)


martes, 9 de febrero de 2010

5º Capítulo >> De cuando Judith se llamaba Angélica: El accidente



Un día antes del despertar de Judith…


(...) Ella puede escuchar la conversación entre el médico y su ayudante, pero sin llegar a entenderla, como si hablasen en un idioma extranjero. Las palabras son burbujas que ascienden a la superficie antes de poder atraparlas. Quiere levantar la mano, llamar la atención y hablarles al mismo tiempo de la enfermedad y de su olvido. Sí, lo ha dejado encima de la mesita de noche. El inhalador. Sin embargo es imposible mover un solo dedo, está a demasiada profundidad. Será culpa del accidente.


Minutos más tarde presiente la cercanía de un cuerpo, una mano que trastea el bolsillo interior de su chaqueta y que reconoce el bulto de la cartera, las palabras dichas al mismo oído y una palmada en la cara.

-Angélica, despierte.

Sigue sin entender nada. Una nueva palmada. Deberían darse cuenta de la presión que se acuesta sobre su pecho, encogiendo los pulmones, y que la ecosonda marca la máxima profundidad permitida. Apenas una brizna de aire la mantiene unida al exterior. Ninguno de los dos profesionales parece advertir la señal, el silbido minúsculo en la garganta. Alguien activó la sirena de alarma, mayday, mayday, la certificación final del hundimiento.

-Se nos va- dice el médico.



Una hora antes…

Le gusta escuchar la radio mientras conduce. También cantar por lo bajo y llevar el ritmo con la mano derecha sobre el volante. Es una manera como otra cualquiera para empezar con optimismo el día. A ella le concede un extra de motivación. Luego vendrán los problemas.

En el asiento de al lado, el móvil dormido y el maletín lleno de libros, el Summa Artis pesado como una losa de cementerio, y unas diapositivas de los lienzos más representativos de Caravaggio.


Para su desesperación el tráfico se ralentiza tres kilómetros antes de llegar al cruce de La Algaba. Son muchos los que abandonan Sevilla, destino norte. La histeria se ha desbordado después de los últimos casos detectados en el barrio del Arenal. Pero las autoridades sanitarias han actuado con envidiable eficacia y no hay de qué preocuparse. Por lo menos ella mantiene la calma. Que se hayan suspendido las clases no le impedirá acercarse al instituto a preparar las próximas lecciones y el futuro parcial del trimestre. Además así podrá despejarse. Lejos de casa.


Dos kilómetros más adelante, junto al arcén, hay dos coches accidentados y una gran mancha de sangre en mitad del asfalto. Los conductores que circulan en ambas direcciones rozan el freno con la puntera del zapato para alimentar la curiosidad. De manera que a ella también le da tiempo a observar los coches con las puertas abiertas, la gente que discute acaloradamente, un par de hombres que sujetan a un tercero que parece fuera de sí, enloquecido, manchado de sangre el cuello de la camisa. Viste impecablemente si no fuera porque ha perdido los zapatos en el accidente.

Angélica alarga el brazo derecho y silencia el volumen de la radio para no perder detalle. Empujones, voces, insultos y maldiciones, y el hombre enloquecido que gruñe y se retuerce para librarse.

Alguien telefonea a la policía.

-Es urgente por amor de Dios.

Y entonces, antes de que el Honda Accord se aleje demasiado, puede ver cómo uno de los que discuten, un demente con pinta de pandillero, se acerca a su coche y extrae una navaja de la guantera.


Antes de que suceda una desgracia le detienen, se dirigía en busca del otro redoblando el paso. Mientras tanto el hombre del cuello ensangrentado, gracias a un golpe de hombro, toda la fuerza concentrada en la articulación, se disloca la clavícula para sorpresa de los que le sujetan. Un gruñido de dolor que impresiona a todos los presentes. Los más previsores se apresuran a esconderse dentro de los coches. A nadie le gusta estar en medio de una pelea.

Una vez libre el hombre alcanza a un muchacho que seguía la escena sin bajarse de la moto y a quien no ha dado tiempo a apartarse. Una rabia desmedida, una hoguera en los ojos. Gritos, carreras, el abrazo de los dos cuerpos, la moto que cae al suelo, el casco que rueda sobre la mancha de sangre. Todo sucede en un segundo. Una vez de pie, el enloquecido apenas tiene tiempo de esquivar al pandillero de la navaja que salta sobre su espalda preparando el golpe, el brazo bien arriba, toda la luz de la mañana condensada en la hoja de la navaja.

El claxon del coche de detrás despierta a Angélica del hipnotismo de la violencia. De inmediato hunde el pedal del acelerador. Chillan las ruedas. Sortea a un par de hombres y se aleja del lugar sin atreverse a mirar atrás.

No quiere ni puede dar crédito a lo que ha visto. O a lo mejor no ha sido gran cosa y es menos grave de lo que imagina, y no es más que el sinsentido de una acalorada pelea y de la inútil necesidad de medir por la fuerza quien llevaba la razón.


Sube el volumen. Quiere olvidarse de todo cantando, a pleno pulmón, la canción de Café Quijano que suena en ese instante en la radio. Sigue el ritmo de la música golpeando el volante.

Dos canciones más tarde, en los primeros compases de una balada de Evanescence, una voz femenina anuncia un Boletín Informativo, algo demasiado habitual en los últimos días, desde mediados de diciembre.

-Noticias de última hora- Angélica sube todavía más el volumen sin apartar la vista de la carretera-. El Alcalde de Málaga ha pedido la declaración de zona catastrófica para la ciudad.

En ese instante suena el móvil, en el asiento de al lado, un alarido electrónico. Vibra sobre la cartera llena de libros. No va a responder, ya sabe lo que encontrará al otro lado, y no le apetece escuchar una sarta de reproches tan de mañana.

-…Los antidisturbios combaten cuerpo a cuerpo en los barrios de Miraflores y Carlinda. Los delincuentes aprovechan el caos para asaltar los comercios. Desde la alcaldía se ha solicitado la intervención del ejército. Extremen las precauciones.

Pero la insistencia del timbrazo por un lado, y las ganas de revancha por otro, le conceden una oportunidad a la llamada y a quien aguarda al otro lado de la línea.


-¿Angélica?- una voz masculina perforando el oído-, ¿Angélica?

-…Si pueden eviten las grandes ciudades. Es una recomendación del Ministerio del Interior. Por su parte el…

-Escúchame, por favor.

-…Alcalde de Sevilla afirma tener controlado el brote del Arenal.

-No puedo, voy conduciendo.

-…Desde el consistorio se asegura que no tiene nada que ver con los graves sucesos de la capital de la Costa del Sol.

-No volverá a suceder, Angélica, te lo juro.

El silencio viaja de un lado a otro de la línea,

-… Por su parte, esta misma mañana, se ha dado de alta al último de los heridos en la Plaza de la Corredera de Córdoba.

-Oye, te llamaba para decirte…- dice la voz masculina antes de que pueda cortar la comunicación.

-…Les mantendremos informados en el próximo boletín informativo.

-… que te has olvidado el inhalador.


De repente, tras el brusco final del boletín, suena de nuevo la balada, justo en el mismo compás donde había sido interrumpida. Con el móvil pegado a la oreja le sorprende la rapidez con la que se restablece la programación. Suelta el teléfono sobre el regazo, ha de bajar el volumen de la balada de Evanescence o se volverá loca. Solamente es un segundo el que pierde de vista la carretera, y en ese instante arroja por la borda toda una vida entera, ahora que estaba dispuesta a enderezarla.

Quien se encuentra en el otro extremo de la línea únicamente consigue escuchar un “¡No!”, desesperado, la voz tensa como un arco, y luego el abrupto silencio, rotundo, tan hondo que dentro de él puede perderse cualquiera. A Angélica le da tiempo a ver por una esquina del ojo el coche que, saltándose la mediana, invade su carril y se acerca de frente. (...)


(Originalmente se publicó completo el capítulo. Ahora sólo es un extracto en espera de la publicación del libro)

viernes, 5 de febrero de 2010

4º Capítulo >> El despertar de Judith

(Originalmente se publicó completo el capítulo. Ahora sólo es un extracto en espera de la publicación del libro)


Dieciséis días antes…


(...) Vuelve a aporrear la puerta, ahora fingiendo desesperación.

-Ayúdenme, estoy herida- dice. Sabe que su voz es el mejor de los salvoconductos. Los de detrás escuchan una delicada voz de mujer, que en nada se parece a esos gruñidos animales de los otros-. Necesito detener la hemorragia.

Alza la mano derecha hacia la mirilla. Con la izquierda aprieta la muñeca, un torniquete con los dedos.

-Ahí abajo están esos pellejudos.

Cuando empezaba a creer que hablaba con una casa vacía, detrás de la puerta se escucha una voz de hombre, dura, inflexible, que la invita a marcharse escaleras abajo.

-No puede hacerme esto- protesta disimulando la rabia-. Por favor.

Entonces descubre otra voz, en esta ocasión femenina. Dispuesta a soltar el as que guarda en la manga aporrea por tercera vez la puerta

-Señora, estoy embarazada- y se retira para que los del otro lado puedan ver el bulto del vientre.

El ardid ha dado resultado, los otros jugadores se han tragado el farol sin sospechar que ya ella ha ganado la partida, que los asaltará en cuanto le franqueen el paso.


La puerta se abre. Y de inmediato pone las cartas boca arriba, mostrando el engaño, la sudadera en una mano y una sonrisa afilada como cuchillo.

Un salto antes de que el hombre pueda reaccionar y sacar una Beretta sin empadronar, con cien huellas distintas, enhebrada en el cinturón. Un rodillazo en la barriga. Y luego el cuchillo de la boca partiendo el cuello. Sangre.

En el desván de la cabeza se derrumba la noche. Apenas puede ver las pisadas sobre el suelo. Aunque pretende resistirse y salir huyendo, el instinto es más poderoso y termina por ocultar bajo oscuras sábanas el desorden de los recuerdos. Así que muerde con toda la rabia de la enfermedad, los tendones y las venas masticadas con fruición, las babas confundidas con la sangre del otro, un muñeco de trapo que cae al suelo.

La mujer, horrorizada, grita a los niños que se escondan.

Judith se incorpora y mira a su alrededor. Sabe que hay tiempo para todo. Ya habrá ocasión para robarles la vida a ella y a los niños. Regresa sobre el cadáver del hombre.

De nuevo el brillo de una palabra, Bethulia, y el recuerdo recuperado de una vieja historia de la Biblia, un rey de Babilonia, Nabucodonosor de nombre, el general asirio Holofernes, el asedio a la ciudad de Betulia y una viuda judía que emborracha a Holofernes.


El nombre de una mujer en el infierno sanguinolento de sus labios, Judith.

Aunque hay una décima de segundo en que duda, extrae una pequeña hacha de debajo de la camiseta. Holofernes, Bethulia y Judith como puntos cardinales para encontrar a la mujer que fue antes de la Doble Muerte. El instinto y el hambre dispuestos a equivocar el camino.

Mide la distancia sobre el cuello del tipo, que agoniza a sus pies. Levanta el brazo, el filo del hacha centellea con la luz que se cuela a través de la ventana abierta. Un certero golpe antes de que muera. Ha de impedir la Doble Muerte, concederle la posibilidad de la transformación.

El general asirio Holofernes decapitado. Y Judith vencedora.



Dos días antes…

Como un muñeco que ha de arder en la noche de San Juan, sobre la mesa de autopsias permanece el cuerpo de la mujer, abierto el abdomen, listo para ser vaciado y no dejar ni un solo órgano, y posteriormente rellenarlo. Sólo que en este caso no será paja sino de celulosa o sábanas, lo que el forense tenga más a mano. Hay que certificar que la causa del fallecimiento nada tiene que ver con algún tipo de droga.

El profesional hace una pausa para dar una calada al cigarro, deja el bisturí en una esquina de la mesa de operaciones. Como después de veinte años de profesión una autopsia no deja de ser un trabajo monótono, siempre el mismo procedimiento, lo mejor es ese instante, la libertad de fumar ahí dentro sin que nadie le diga que en el trabajo no se puede, el humo bien hondo antes de dejarlo salir por la chimenea de la nariz..

Cambia una mirada con el reloj, todavía le queda trabajo. Así que es hora de continuar. Con el cigarro en una esquina de la boca busca el bisturí. No está donde lo ha dejado.

Debería haber notado esa insignificante palpitación del estómago en mitad de la caverna roja del abdomen, pero le ciega el enfado. No puede ser que el bisturí se haya caído al suelo, con el problema que arrastra de la maldita ciática.


Se dispone a agacharse cuando, de repente, sucede lo imposible. Algo le detiene agarrándolo de la muñeca. Es ella, la mano de la muerta, la piel azulada y fría.

Un gruñido de aviso. El forense advierte que se ha apoderado del bisturí, lo ha debido coger mientras fumaba. Aunque quiere negar lo que está sucediendo es demasiado real, la cabeza del cadáver ligeramente incorporada, los ojos fijos en los suyos, el desafío del bisturí, la desnudez del cuerpo, la caverna abierta en el abdomen. Y una rabia desconocida.

Durante un segundo, con el pitillo a punto de caerse de la esquina de la boca, no acierta a relacionar el milagro de la repentina resurrección con las noticias que el Ministerio del Interior lleva negando hace semanas.


Pero es la mujer la que hace que reaccione apuntándole con el bisturí la barriga.

-Cosa de nuevo el cuerpo- la voz es una cañería atorada, incapaz de desaguar a tiempo tanta palabra, o la no-vida recién recuperada.

El hombre podría admitir que el cadáver se mueva ligeramente, porque lo ha visto en más de una ocasión, pero que se incorpore y recupere el habla, lo bloquea sin capacidad de reacción.

La mujer, entendiendo antes que el otro la situación, contrae el brazo para luego lanzarlo contra la bata blanca, hundirlo en el corazón del forense como quien gira un destornillador. Un pequeño labio rojo circunda la herida al extraer el bisturí.

La cara del hombre se contrae, sabiéndose muerto, una catarata de sangre corriendo pecho abajo. Quiere decir algo, negarse a coser el cuerpo, pero no encuentra la forma de hacerlo. Se consume en un intervalo de unos segundos. Claudica una primera rodilla antes de que se derrumbe el resto del cuerpo con un estrépito de huesos y carne sin vida.

Ahora únicamente hay que esperar. La mujer permanece inmóvil haciéndose un millón de preguntas que es incapaz de responder. El último recuerdo, un coche que invadía el carril por donde ella circulaba.

Un gruñido anuncia la resurrección debajo de la mesa de autopsias. En cuestión de un par de minutos, asoma una mano cenicienta que se agarra de una esquina. Izar un cuerpo muerto es una tarea titánica. Y el forense todavía ha de hacerse las mismas preguntas que ella estaba haciendo un minuto antes.


La mirada del hombre ha anochecido. Resulta imposible saber qué se esconde detrás de esas pupilas. Sacude la cabeza como quien se desembaraza de un mal sueño. O es una manera de negar lo que le ha sucedido.

Observa la herida en mitad del pecho, el borde rojo alrededor. Siente la sangre seca sobre su barriga. Mira a la mujer que repite la petición que con anterioridad no ha sabido responder:

-Cosa de nuevo el cuerpo.

Diez minutos más tarde los dos se encuentran delante de la puerta de la sala de autopsias, ella cubriendo su desnudez y los costurones con la misma sábana con la que cubrían su cuerpo. El hombre adelanta la llave y abre.

Al otro lado, un pasillo lóbrego, fluorescentes que queman la vista y una suciedad más allá de toda limpieza, incrustada en el suelo y en los rodapiés a fuerza de años.


Han aventurado un par de pasos en dirección a la salida cuando les intercepta un guarda de seguridad, armado ridículamente con una porra y un walkie talkie. (...)


martes, 2 de febrero de 2010

3er Capítulo >> Crónicas de Guerra: Se acerca la noche

Viernes, 29 de enero de 2010, 17:50 de la tarde
Avenida de Kansas City, Sevilla




Se despierta el motor de la ambulancia. Judith es consciente de que en circunstancias normales le sería imposible perseguirla con una bicicleta, pero gracias a los restos de batalla que hay en mitad del asfalto es probable que avance más rápido que ellos. Podrá ir por encima de la acera mientras los otros deberán sortear barricadas, coches y contenedores calcinados.
La ambulancia y Judith bajan la avenida de Kansas City en dirección a la explanada de la estación y luego tuercen a la izquierda por la avenida de la Buhaira. Como esperaba una muralla de sacos de arena ralentiza la marcha del vehículo, circunstancia que Judith aprovecha para adelantar unos doscientos metros y esconderse tras una parada de autobús.
Una vez sorteado el obstáculo, la ambulancia gira a la derecha por calle Enramadilla y sigue recto avenida Carlos V adelante. Cuando cree que va a perderla de vista, un autobús en llamas acude en su ayuda, permitiéndole de nuevo recuperar terreno. Pedalea con fuerza, los músculos de las piernas agarrotados.

El vehículo debe dar marcha atrás y subirse a la acera. Mientras Judith recupera el aliento en un portal de la acera de enfrente, uno de los batas blancas ha de bajarse. Cabecea malhumorado. Ella no puede oír lo que dice. Lo imagina con solo ver la de muebles descuartizados que hay en mitad de la acera.
Desesperada Judith mira el reloj, las seis y cuarto, y luego el cielo. Las últimas luces de la tarde resbalan rumbo al oeste, alejándose de Sevilla. Presiente el aliento cercano de la noche. El tipo está perdiendo demasiado tiempo.
Cuando por fin lo consigue y regresa a la cabina, son ya las casi las seis y media. Siguen por San Fernando y giran por la avenida de Roma en dirección al Guadalquivir. Un volantazo a la derecha los conduce hasta el Paseo de las Delicias. Como está bastante más despejado que el resto de calles por las que han circulado, Judith pierde mucho terreno.

Levanto la mirada para ver cómo doscientos metros más adelante, la ambulancia hace un trompo para subir por calle Santander. Al llegar a la esquina apenas puedo ver cómo giran a la izquierda por calle Temprado.
Pero… ya no puedo hacer nada más por hoy. Son las siete menos veinte, no me queda tiempo. Tengo la noche encima, siento su peso.

Judith sube calle Santander pedaleando con fuerza, deja la bicicleta entre dos cubos de basura y corre hasta alcanzar Tomás de Ibarra. Durante unos segundos estudia las distintas posibilidades que se le ofrecen. Además, ha de recuperar el aliento.
Unos metros más adelante encuentra un pequeño camión de congelados escorado contra un lateral de la calle, a la altura del número cinco. Medio volcado sobre la fachada deja un hueco mínimo entre el container y la fachada. Convencida de que encontrará un buen escondite, se agacha y gatea a través de él hasta el portal.
Frente a ella, una puerta que parecida a la de las casas de pueblo con un lateral de cristal para favorecer la entrada de luz desde la calle. Le sobra con un puntapié a la altura de la cerradura para introducir la mano y poder tirar del pestillo.

Cierro la puerta echando el peso de mi cuerpo sobre ella. De repente el silencio y la noche durmiendo dentro. Aguardo unos segundos a que mis pupilas crezcan para que se acostumbren a la oscuridad. Atravieso el patio y entro en el salón. Por culpa de la falta de luz apenas distingo un sofá, el televisor y la mesa comedor.
Escucho la fiereza de la sangre corriendo a mil por hora dentro de mi cuerpo. Respiro hondo. Arrastro la mesa a través del patio hasta la entrada. La vuelco de cara a la puerta. Ahora he de esconderme y rezar.

Judith recorre toda la casa buscando un buen escondite. Tropieza con una silla en mitad del pasillo, las patas de madera chillando sobre el suelo. Aguarda inmóvil unos segundos. Nadie la ha escuchado, o eso parece. En sus oídos sólo el motor acelerado de su cuerpo.
Sube al piso de arriba. Al final del pasillo encuentra el dormitorio de matrimonio. Sin duda es el mejor lugar, tiene una ventana que da a la calle. Así siempre dispondrá de una salida de emergencia. A través de ella podría saltar sobre el techo del camión de los congelados. Es mejor apostarlo todo a ese salto, unos tres metros, que quedar encerrada sin escapatoria y a merced de Ellos.
Cierra la puerta con el pestillo. Sospecha que no aguantaría el más mínimo golpe, pero es mejor eso que nada. La cama está deshecha, seguramente está igual que el último día, antes de la Doble Muerte.
Aunque hay restos de sangre no tropieza con ningún hueso. Menos mal, demasiados malos recuerdos. En una esquina de la habitación brillan unos hierros, parecen radios. Al acercarse descubre que es una silla de ruedas.

Me tumbo en la cama, deshecha. Estoy sudada, me encantaría tomar una ducha. Pero he esperar a que se retire la noche. Me pesan los párpados, necesito descansar. A ver si puedo dormir un par de horas seguidas.
Cuando empiezo a sentir cómo despega mi cabeza, el dirigible de la memoria, elevándose sobre un puñado de recuerdos, un ruido me obliga a realizar un aterrizaje de emergencia. Ha sonado dentro de la habitación.

(Originariamente el capítulo se publicó entero. Ahora sólo es un extracto a la espera de la publicación del libro)