A veces me pregunto qué me atrae realmente de la música de Wolfgang Amadeus MOZART, qué la diferencia de la de otros compositores por quienes siento admiración (léase Bach, Beethoven, Brahms, Schubert o Mahler). Tal vez sea porque ejemplifica mejor que ninguna otra la luz en la sombra, Hammershøi en Sol menor, pálido fuego sobre una ventana de cuarterones. Una lágrima sacrificada en un bautizo. O justamente por todo lo contrario, por ser ese borrón de tinta que florece entre ideogramas chinos. Deformidad proporcionada, anomalía hermosa. El Hombre Elefante vestido para ir a la ópera. Esa nube que, en mitad de un verano patricio, busca el eclipse momentáneo. Lo que en otros compositores suena empuje telúrico, desánimo a raudales o arquitectura catedralicia, en Mozart es juego, trabalenguas, caricias en re-re-repetición, una broma casi trá-trá-trágica, o un dra-dra-drama entre carcajadas. Ese desorden que Amadeus calculó hasta la última semicorchea para arrancarnos una sonrisa, o directamente la piel a tiras.
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A modo de colofón, os dejo el tercer movimiento del Concierto nº 13 para piano del compositor de Salzburgo. En él, además de otras delicadezas, oiréis dos anomalías hermosas, dos lágrimas en mitad de un bautizo: de una parte, entre los minutos 1:12 y 2:18, y de otra, entre los 6:18 y 7:28.
Estoy de acuerdo contigo. S Bach es dios, Mozart es el Espíritu Santo.
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