Entrada publicada
en el desaparecido blog de La Octava Noche el 31.XII.2009.
Extraído de
Wikipeda: Robert Louis Stevenson (Edimburgo, Escocia, 13 de noviembre
de 1850 – Upolu, Samoa, 3 de diciembre de 1894). Es autor de algunas de las
historias fantásticas y de aventuras más populares como La isla del tesoro, El
extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde o La flecha negra adaptadas para
niños y llevadas varias veces al cine en el siglo XX. Fue importante también su
obra ensayística, breve pero decisiva en lo que se refiere a la estructura de
la moderna novela de peripecias. Fue muy apreciado en su tiempo y siguió
siéndolo después de su muerte. Considerado el escritor en inglés mas clásico,
tuvo continuidad en autores como Joseph Conrad, Graham Greene, G. K.
Chesterton, H. G. Wells, y en los argentinos Bioy Casares y Jorge Luis Borges.
Traigo hoy esta colaboración (forzosa) de un
grandísimo autor como Stevenson. Hablo de su cuento "Janet, cuello
torcido" (en otras versiones, "Janet la torcida" o
"Janet la contrahecha"). Es ésta una de sus historias cortas más
famosas, escrita en Escocia un año después de su regreso de América y publicada
en la Cornhill Magazine en octubre de 1881.
La encontraréis en estas dos ediciones, "Las
desventuras de John Nicholson", de R.L.Stevenson / Littera Books S.L, y en
"Historias escocesas", de R.L.Stevenson / Valdemar Avatares
Aquí el relato completo. Espero que lo
disfrutéis.
Janet,
cuello torcido
Robert
Louis Stevenson
El reverendo
Murdoch Soulis fue durante mucho tiempo pastor de la parroquia del páramo de
Balweary, en el valle de Dule. Anciano severo y de rostro sombrío para sus
feligreses, vivió durante los últimos años de su vida sin familia ni criado ni
compañía humana alguna, en la modesta y solitaria casa parroquial situada bajo
el Hanging Shazv, un pequeño bosque de sauces. A pesar de lo férreo de sus
facciones, sus ojos eran salvajes, asustadizos e inciertos. Y cuando en una
amonestación privada se explayaba largamente sobre el futuro del impenitente,
parecía que su visión atravesara las tormentas del tiempo hasta los terrores de
la eternidad. Muchos jóvenes que venían a prepararse para la ceremonia de la
Primera Comunión quedaban terriblemente afectados por sus palabras. Tenía un
sermón sobre los versículos 1 y 8 de Pedro, «El diablo como un león rugiente»,
para el domingo después de cada diecisiete de agosto, y solía superarse sobre
aquel texto, tanto por la naturaleza espantosa del tema como por el terror que infundía
su comportamiento en el púlpito. Los niños estaban aterrorizados hasta el punto
de sufrir ataques de histeria, y la gente mayor parecía más misteriosa de lo
normal y repetía durante todo el día aquellas insinuaciones de las que Hamlet
se lamentaba.
La
misma casa parroquial, ubicada cerca del río Dule entre árboles gruesos, con el
Shazv colgando sobre ella en un lado y, en el otro, numerosos páramos fríos que
se elevaban hacia el cielo, había comenzado —ya muy al inicio del ministerio
del señor Soulis— a ser evitada en las horas del anochecer por todos aquellos
que se valoraban a sí mismos por su prudencia; y los hombres respetables que se
sentaban en la taberna de la aldea movían la cabeza a la vez ante la sola idea
de acercarse de noche a aquel tenebroso vecindario. Había un lugar, para ser
más concretos, que se evitaba con especial temor. La casa parroquial estaba
situada entre la carretera y el río Dule, con un aguilón dando a cada lado; la
parte de atrás de la casa daba a la aldea de Balweary, situada a casi media
milla de distancia; delante de la casa, un jardín seco rodeado de un seto de
espinos ocupaba el terreno entre el río y la carretera. La casa era de dos
plantas con dos habitaciones grandes en cada una. La entrada no daba
directamente al jardín, sino a un paseo que llevaba a la carretera por un lado
y que por el otro quedaba cerrado por los altos sauces y saúcos que bordeaban
el arroyo. Era este trecho de la calzada el que gozaba de tan nefasta
reputación entre los parroquianos más jóvenes de Balweary. El reverendo paseaba
por allí a menudo al anochecer, a veces gimiendo en voz alta por la fuerza de
sus oraciones inarticuladas.
Cuando
estaba fuera de casa y la puerta cerrada con llave, los escolares más atrevidos
se lanzaban —con el corazón latiéndoles a pleno ritmo— a jugar a «seguir al
jefe» y cruzar aquel punto legendario. Este ambiente de terror que rodeaba a un
hombre de Dios de carácter y ortodoxia intachables era causa de común asombro y
tema de curiosidad entre los pocos forasteros que se adentraban, por casualidad
o por negocios, hasta aquel desconocido y alejado paraje. Pero mucha de la
gente, incluso de la parroquia, ignoraba los acontecimientos que habían marcado
el primer año de ministerio del señor Soulis. Incluso entre los que estaban
mejor informados, unos no querían decir nada —por ser de naturaleza reservada—
y otros temían hablar sobre aquel asunto en particular. De vez en cuando alguno
de los mayores, envalentonado por su tercer trago, recordaba el origen de las
extrañas miradas y la vida solitaria del reverendo.
Cincuenta
años atrás, cuando el señor Soulis llegó por primera vez a Balweary, aún era un
hombre joven —un mozo, decía la gente— lleno de sabiduría académica y muy
grandilocuente, pero, como era natural en un hombre de su edad, tenía poca
experiencia de la vida en lo referente a la religión. Los más jóvenes estaban
muy impresionados por su talento y su facilidad de palabra; pero los hombres y
las mujeres mayores —preocupados y serios— se conmovieron hasta el punto de rezar
por el joven, al que consideraban un iluso, y por la parroquia, que seguramente
estaría mal atendida. Era antes de los días de los moderados… malditos sean;
pero las cosas malas son como las buenas: ambas vienen poco a poco y en
pequeñas cantidades. Incluso entonces había gente que decía que el Señor había
abandonado a los profesores de la universidad a sus propios recursos y que los
jóvenes que fueron a estudiar con ellos habrían salido ganando sentados en una
turbera, como sus antepasados durante la persecución, con una Biblia bajo el
brazo y un espíritu de oración en el corazón. No cabía duda alguna de que el
señor Soulis había estado en la universidad demasiado tiempo. Era meticuloso y
se preocupaba por muchas cosas, salvo por la más importante. Tenía una gran
cantidad de libros —más de los que se habían visto jamás en todo aquel
presbiterio—, y harto trabajo le costó al porteador, porque estuvieron a punto
de ahogarse en el Pantano del Diablo, situado entre su destino y Kilmackerlie.
Eran libros de teología, sin duda, o así los llamaban. Pero la gente seria era
de la opinión de que no hacía falta tantos, sobre todo cuando toda la Palabra
de Dios en su conjunto cabría en la punta de una manta escocesa. Además, el
reverendo se pasaba la mitad del día y la mitad de la noche sentado,
escribiendo nada menos, lo cual era poco decente. Al principio temían que
leyera sus sermones; después resultó que estaba escribiendo un libro, lo que
con toda seguridad no era conveniente para alguien tan joven y con escasa experiencia.
De
todas formas, le convenía conseguir una mujer mayor y decente que cuidara de la
casa parroquial y que se encargara de sus espartanas comidas. Le recomendaron a
una vieja de mala reputación —Janet M’Clour, la llamaban— y le dejaron obrar
por su cuenta hasta que se convenció por sí mismo. Muchos le aconsejaron lo
contrario, porque la buena gente de Balweary tenía más que sospechas de Janet.
Tiempo atrás había tenido un hijo con un soldado y se había apartado de la
sociedad durante casi treinta años. Los niños la habían visto hablando sola en
Key’s Loan al atardecer, un lugar y una hora extraños para una mujer temerosa
del Señor. Sin embargo, fue un terrateniente quien recomendó a Janet desde un
principio y, en aquellos días, el reverendo habría hecho cualquier cosa para
complacer al terrateniente. Cuando la gente le comentó que Janet estaba poseída
por el demonio, le pareció un rumor sin fundamento; cuando le citaron la Biblia
y la bruja de Endor, trató de convencerles enfáticamente de que aquellos días
ya no existían y de que el demonio estaba misericordiosamente comedido.
Bien,
cuando se supo en la aldea que Janet M’Clour iba a entrar a servir en la casa
del párroco la gente se enfadó mucho con ambos. Algunas de aquellas buenas
señoras no tenían nada mejor que hacer que reunirse a la puerta de su casa y
acusarla de todo lo que sabían de ella, desde el hijo del soldado hasta las dos
vacas de John Tamson. Ella no era una mujer muy elocuente; normalmente la gente
le dejaba hacer su vida y ella hacía lo mismo, sin intercambiar ni buenas
tardes ni buenos días, pero cuando se enfadaba tenía una lengua como para dejar
sordo al molinero; cuando empezaba no había un viejo chisme que, aquel día, no
hiciera saltar a alguien; no podían decir nada sin que ella les respondiera dos
veces. Hasta que, al final, las amas de casa la cogieron, le rasgaron la ropa y
la arrastraron desde la aldea hasta las aguas del río Dule, para comprobar si
era bruja o no; total, o nadaba o se ahogaba. La vieja gritó tanto que se la
oyó en el Hangirí Shaw y luchó como diez. Muchas señoras llevaban cardenales al
día siguiente y durante muchos días después; y justo en el momento más violento
del altercado, ¡quién apareció sino el nuevo reverendo!
—Mujeres
—dijo él, que tenía una voz magnífica—, en nombre de Dios les ordeno que la
suelten.
Janet
corrió hacia él —estaba realmente aterrorizada—, se le abrazó y le rogó en
nombre de Dios que la salvara de las chismosas; ellas, por su parte, le dijeron
todo lo que sabían de ella y quizá más de lo que sabían.
—Mujer
—le dijo a Janet—, ¿es eso verdad?
—Pongo
a Dios por testigo —dijo ella— y como me hizo Dios que no es verdad ni una
palabra. Aparte del hijo —dijo ella—, he sido una mujer decente toda mi vida.
—¿Renuncias
—dijo el señor Soulis—, en nombre de Dios y ante mí, su indigno pastor,
renuncias al diablo y a sus obras?
Bueno,
parece ser que cuando preguntó eso ella sonrió de una forma que aterrorizó a
quienes la vieron, y oyeron tamborilear los dientes en su boca. Pero no había
más que una salida, y Janet levantó la mano y renunció al diablo delante de
todos.
—Y
ahora —dijo el señor Soulis a las señoras—, vayan a sus casas y pidan perdón a
Dios.
Le
dio el brazo a Janet, que llevaba encima poco más de una combinación, y la
acompañó por la aldea hasta la puerta de su casa como a una gran señora. Los
gritos y las risas de Janet eran escandalosos. Aquella noche mucha gente seria
alargó sus oraciones más de lo normal; pero al amanecer se difundió tal miedo
sobre todo Balweary que los niños se escondieron e incluso los hombres
permanecieron en casa y, como mucho, se asomaban a la puerta.
Janet
venía bajando por la aldea —ella o alguien que se le parecía, nadie podría
decirlo con certeza— con el cuello torcido y la cabeza colgándole a un lado,
como un cuerpo que ha sido ahorcado, y una sonrisa en el rostro como la de un
cadáver sin enterrar. Poco a poco, se fueron acostumbrando e incluso le
preguntaban burlonamente qué le pasaba; pero desde aquel día en adelante no
pudo hablar como una mujer cristiana, sino que balbuceaba y castañeaba los
dientes como si de unas podaderas se tratara. Desde aquel día el nombre de Dios
jamás volvió a pasar por sus labios. A veces intentaba pronunciarlo, pero no lo
conseguía. Los más listos no lo comentaban, pero jamás volvieron a llamar a esa
«cosa» por el nombre de Janet M’Clour, pues para ellos la vieja ya estaba en el
infierno desde ese día. No obstante, no había nada que detuviera al reverendo,
que no hacía otra cosa que sermonear acerca de la crueldad de la gente que le
había provocado una apoplejía, y pegaba a los niños que la molestaban. Aquella
misma noche la invitó a su casa y permaneció allí a solas con ella bajo el
Hanging Shaw.
Bien,
el tiempo pasó. Los más indolentes empezaron a pensar menos en aquel negro asunto.
El reverendo estaba bien considerado; siempre hacía tarde escribiendo. La gente
veía su vela cerca del agua del río Dule después de las doce de la noche.
Parecía tan satisfecho de sí mismo y tan arrogante como al principio, aunque
cualquiera podía ver que estaba consumiéndose. En cuanto a Janet, ella iba y
venía; si antes hablaba poco, lo razonable era que ahora hablara menos. No
molestaba a nadie; tenía un aspecto horripilante y nadie discutía con ella
sobre el trozo de tierra que se regalaba, según la costumbre, al reverendo de
Balweary, además de su paga mensual.
A
finales de julio hizo un tiempo tan malo como jamás se había visto por esas
tierras; había una calma calurosa, despiadada. El ganado no podía subir a Black
Hill a pastar; los niños estaban demasiado cansados para jugar. A la vez,
estaba tormentoso, con ráfagas de viento caliente que retumbaban en los valles
y escasas lluvias que apenas mojaban la tierra. Todos pensábamos que caería una
tormenta por la mañana; pero llegaba la mañana y la siguiente y continuaba el
mismo tiempo amenazante, duro para el hombre y las bestias. Por si eso fuera
poco, nadie sufría tanto como el señor Soulis. No podía ni dormir ni comer y se
lo comentó a sus superiores. Cuando no estaba escribiendo su interminable libro,
vagabundeaba por el campo como un hombre obsesionado; otro en su lugar estaría
feliz de permanecer fresco dentro de casa.
Encima
del Hanging Shaw, en el refugio de Black Hill, hay una parcela de tierra
vallada con una puerta de hierro. Al parecer, en los viejos tiempos fue el
cementerio de Balweary, consagrado por los papistas antes de que se hiciera la
luz bendita sobre el reino. Sea como fuere, era uno de los sitios preferidos
del señor Soulis. Allí se sentaba y meditaba sus sermones; realmente era un
sitio protegido. Bien; un día, cuando subía la colina de Black Hill por el lado
oeste, vio primero dos, luego cuatro y finalmente siete cornejas negras volando
en círculos sobre el viejo cementerio.
Volaban
bajo, pesadamente, chillándose las unas a las otras. Al señor Soulis le pareció
claro que algo las había apartado de su rutina cotidiana. No se asustaba
fácilmente; se acercó directamente a las ruinas y qué se encontró allí sino a
un hombre, o la apariencia de un hombre, sentado dentro del cementerio sobre
una sepultura. Era de una estatura enorme, negro como el infierno, y sus ojos
eran singulares. El señor Soulis había oído hablar de hombres negros muchas
veces, pero en este había algo extraño que le intimidaba. Pese al calor que
tenía, sintió una sensación de frío hasta el tuétano de los huesos, pero a
pesar de todo se lanzó y le preguntó: «Amigo, ¿es usted forastero?» El hombre
negro no contestó ni una palabra; se puso de pie y empezó a caminar torpemente
hacia la pared del otro lado, pero siempre mirando al reverendo. Este aguantó
la mirada hasta que, de pronto, el hombre negro saltó la tapia y corrió al
abrigo de los árboles. El señor Soulis, sin saber bien por qué, corrió detrás
de él, pero se encontraba muy fatigado después del paseo a causa del tiempo
caluroso y poco saludable. Por mucho que corrió, no consiguió más que un
vistazo del hombre negro al cruzar el pequeño bosque de abedules, hasta que
llegó al pie de la colina; allí le vio otra vez saltando rápidamente sobre las
aguas del río Dule en dirección a la casa parroquial.
Al
señor Soulis no le complacía mucho que este espantoso vagabundo se tomara tanta
libertad con la casa parroquial de Balweary. Corrió más deprisa y, mojándose
los zapatos, cruzó el arroyo y se acercó por el camino; pero no había ni sombra
del hombre negro por allí. Salió al camino, pero no encontró a nadie. Buscó por
todo el jardín, pero no apareció. Al final, y con un poco de miedo, como era
natural, levantó el pasador y entró en la casa. Allí se encontró con Janet
M’Clour delante de sus ojos, con su cuello torcido y no muy contenta de verle.
En ese instante, recordó que cuando la vio por primera vez sintió la misma
escalofriante sensación de terror.
—Janet
—dijo—, ¿has visto a un hombre negro?
—¡Un
hombre negro! —dijo ella— ¡Sálvanos a todos! Usted no se entera, reverendo. No
hay ningún hombre negro en todo Balweary.
Pero
ella no hablaba claramente, debe entenderse, sino que balbuceaba como un poni
con el freno de la brida en la boca.
—Bueno
—dijo él—. Janet, si no hay ningún hombre negro yo he hablado con el inquisidor
de la Hermandad.
Y
se sentó como alguien que tiene fiebre, y los dientes le castañearon en la
boca.
—Caray
—dijo ella—, debería darle vergüenza, reverendo —dijo dándole un poco de coñac
que tenía siempre a mano.
Entonces
el señor Soulis entró en su estudio, rodeado de todos sus libros. Era una
habitación larga, baja y oscura, mortíferamente fría en invierno y no
especialmente seca ni en la época más calurosa del verano, porque la casa está
situada cerca del arroyo. Se sentó y pensó en todo lo que le había ocurrido
desde su llegada a Balweary; y en su hogar, y en los días en que era un crío y
correteaba alegremente por las colinas; y aquel hombre negro corría por su
cabeza como el estribillo de una canción. Cuanto más pensaba más lo hacía en el
hombre negro. Intentó rezar, pero las palabras no le venían; dicen que intentó
escribir en su libro, pero tampoco lo consiguió. Había momentos en los que
pensaba que el hombre negro estaba a su lado y un sudor frío le cubría como el
agua recién sacada del pozo; en otros momentos, volvía en sí como un bebé
recién bautizado y no pensaba en nada.
Como
resultado, se fue a la ventana y miró con enfado el agua del río Dule. En la
proximidad de la casa los árboles son muy espesos y el agua profunda y negra;
allí estaba Janet, lavando la ropa con las enaguas remangadas; estaba de
espaldas, y el reverendo, por su parte, apenas sabía lo que miraba. De pronto
ella se dio la vuelta y le mostró el rostro. El señor Soulis sintió la misma sensación
de terror que había sentido dos veces aquel mismo día y se acordó de lo que
decía la gente: que Janet estaba muerta hacía tiempo y lo que veía era un
fantasma de barro frío. Se apartó un poco y la miró detenidamente. Ella pisaba
la ropa canturreando para sí misma; ¡caramba!, que Dios nos libre, la suya era
una cara espantosa. A veces ella cantaba más fuerte, pero no había hombre ni
mujer que pudiera entender la letra de su canción. A veces miraba hacia abajo
con la cabeza torcida, pero donde ella miraba no había nada. Una sensación
escalofriante recorrió el cuerpo del reverendo; fue un aviso del Cielo. El
señor Soulis se culpó a sí mismo por pensar tan mal de una pobre mujer, vieja y
afligida, sin amigos salvo él.
Entonó
una corta oración por ambos, bebió un poco de agua fresca —porque el corazón le
saltaba en el pecho— y, al atardecer, se fue a la cama.
Aquella
fue una noche que jamás se olvidará en Balweary, la noche del diecisiete de
agosto de 1712. Antes había hecho calor, como he dicho, pero aquella noche hizo
más calor que nunca. El sol se puso entre nubes muy extrañas; oscureció como un
pozo; ni una estrella ni una gota de aire. Uno no podía verse ni la mano
delante de la cara, e incluso los más ancianos se quitaron las sábanas y
jadeaban tratando de respirar. Con todo lo que tenía en la cabeza, era muy
improbable que el señor Soulis consiguiera dormir mucho.
Daba
vueltas en la cama, limpia y fresca cuando se acostó pero que ahora le quemaba
hasta los huesos. A ratos dormía y a ratos se despertaba; unas veces oía al
reloj dar las horas durante la noche y otras, a un perro aullar en el páramo
como si hubiera muerto alguien; a veces le parecía oír fantasmas chismorreando
en su oído y otras veía lucecillas en la habitación. Pensó, creyó estar
enfermo; y enfermo estaba, pero… poco sospechaba de qué enfermedad.
Al
final, se le despejó la cabeza, se sentó al borde de la cama en camisón y
volvió a pensar en el hombre negro y en Janet. No sabía bien cómo —quizá por el
frío que sentía en los pies—, pero se le ocurrió de repente que había una
cierta conexión entre ellos y que uno de los dos o ambos eran fantasmas. Justo
en aquel momento, en la habitación de Janet, que estaba al lado de la suya, se
oyó un ruido de pisadas como si hubiese algunos hombres luchando, y a
continuación, un golpe fuerte. Un remolino de viento se deslizó
estrepitosamente por las cuatro esquinas de la casa; después todo volvió a
estar silencioso como una tumba.
El
señor Soulis no temía ni al hombre ni al diablo. Cogió las yescas y encendió
una vela, avanzando tres pasos hacia la puerta de Janet. Estaba cerrada, la
abrió de un empujón e inspeccionó la habitación atrevidamente. Era una
habitación amplia, tan amplia como la del reverendo, amueblada con muebles
grandes, viejos y sólidos, porque no tenía otra cosa. Había una cama de cuatro
postes con colgantes viejos, un estupendo armario de roble lleno de libros de
teología del reverendo que se habían puesto allí por falta de espacio y unas
cuantas prendas de Janet esparcidas aquí y allá por el suelo. Pero el reverendo
Soulis no vio a Janet, y tampoco había señal alguna de forcejeo. Entró —pocos
le habrían seguido—, miró a su alrededor y escuchó. Pero no oyó nada, ni dentro
de la casa ni en toda la parroquia de Balweary; tampoco se veía nada salvo las
grandes sombras que giraban alrededor de la vela. De golpe, el corazón del
reverendo latió rápidamente y se quedó paralizado; un viento frío revoloteó por
sus cabellos. ¡Qué visión más deprimente para los ojos del pobre hombre! Vio a
Janet colgada de un clavo al lado del viejo armario de roble; la cabeza aún
reposaba sobre el hombro, tenía los ojos cerrados, la lengua le salía por la
boca y los zapatos se encontraban a una altura de dos pies sobre el suelo.
«¡Que
Dios nos perdone a todos!», pensó el señor Soulis, « la pobre Janet está
muerta.»
Dio
un paso hacia el cuerpo y entonces el corazón le saltó de nuevo en el pecho.
Qué hechizo haría pensar a un hombre que Janet podía estar colgada de un solo
clavo y por un solo hilo de estambre de los que sirven para remendar medias.
Era horrible estar solo por la noche con tales prodigios en la oscuridad, pero
la fe del reverendo Soulis en el Señor era profunda. Dio la vuelta y salió de
aquella habitación cerrando la puerta con llave tras él. Paso a paso, bajó las
escaleras pesadamente, como el plomo, y puso la vela sobre la mesa que había al
pie de la escalera. No podía rezar, no podía pensar, estaba empapado en un
sudor frío y no oía nada salvo el pálpito de su propio corazón. Es posible que
permaneciera allí una hora o quizá dos, no se dio cuenta, cuando, de pronto,
escuchó una risa, una conmoción extraña arriba. Se oían pasos ir y venir por la
habitación donde estaba el cuerpo colgado; entonces la puerta se abrió, aunque
él recordaba claramente que la había cerrado con llave. Después sintió pisadas
en el rellano y le pareció ver el cuerpo asomado a la barandilla mirando hacia
abajo, donde él se encontraba.
Cogió
la vela de nuevo (porque no podía prescindir de la luz) y, tan sigilosamente
como pudo, salió directamente de la casa y fue hasta la otra punta del sendero.
Aún estaba completamente oscuro; la llama de la vela ardía tranquila y
transparente como en una habitación cuando la puso sobre la tierra; nada se
movía salvo el agua del río Dule, susurrando y murmurando valle abajo, y
aquellos atroces pasos que bajaban lentamente por las escaleras dentro de la
casa. Él conocía los pasos perfectamente: eran de Janet, y, con cada paso que
se le acercaba poco a poco, el frío aumentaba en sus entrañas.
Encomendó
su alma al Creador: «Oh, Señor» —dijo—, «dame fuerza para luchar esta noche
contra el poder del mal.»
Para
entonces los pasos avanzaban por el pasillo hacia la puerta. Podía oír la mano
que rozaba la pared con sumo cuidado, como si la «cosa» espantosa palpara el
camino. Los sauces se sacudían y gemían al unísono, y un largo susurro del
viento atravesó las colinas; la llama de la vela bailaba. Y apareció el cuerpo
de Janet «la torcida», con su vestido de lana y su capucha negra, con la cabeza
colgando sobre el hombro y una mueca todavía visible en el rostro —viva, se
podría decir… muerta, como bien sabía el reverendo Soulis—, en el umbral de la
casa.
Es
extraño que el alma del hombre dependa tanto de su perecedero cuerpo, pero el
reverendo se dio cuenta y su corazón aguantó. Ella no permaneció allí mucho
tiempo; empezó a moverse otra vez y se acercó lentamente hacia el señor Soulis,
que se encontraba de pie bajo los sauces. Toda la vida corporal de él, toda la
fuerza de su espíritu irradiaba en sus ojos. Pareció que ella iba a hablar,
pero le faltaron palabras e hizo una señal con la mano izquierda. Hubo un golpe
de viento como el siseo de un gato, la vela se apagó, los sauces chillaron como
si fueran personas y el señor Soulis supo que, vivo o muerto, aquello era el
final.
—¡Bruja,
diablo! —gritó—, te ordeno en nombre de Dios que te vayas a la tumba si estás
muerta o al Infierno si estás condenada.
Y
en aquel instante la mano de Dios, desde el Cielo, fulminó a la «cosa» allí
mismo. El cuerpo viejo, muerto y profanado de la mujer bruja, tanto tiempo
apartado de la tumba y manipulado por los demonios, ardió como un fuego de
azufre y se desmoronó en cenizas sobre el suelo; a continuación empezaron los
truenos, más fuertes cada vez, seguidos por el estruendo de la lluvia. El
reverendo Soulis saltó por encima del seto del jardín y corrió dando gritos
hacia la aldea.
Aquella
misma mañana, John Christie vio al Hombre Negro pasar el Gran Mojón cuando
daban las seis de la mañana; antes de las ocho pasó por la posada de Knockdoiv;
poco después, Sandy M’Llellan le vio cruzando los oteros de Kilmackerlie
rápidamente. No hay ninguna duda de que él fue quien ocupó el cuerpo de Janet
durante tanto tiempo; pero, por fin, se había marchado. Desde entonces, el
diablo jamás ha vuelto a molestarnos en Balweary.
Sin
embargo, fue un penoso honor para el reverendo; permaneció delirando en la cama
durante mucho tiempo. Desde aquel día hasta hoy, no ha vuelto a ser el mismo.
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