Título: El árbol de la vida
Título original: The Tree of Life
Dirección y guión: Terrence Malick
Año: 2011
Duración: 133 min.
Música: Alexandre Desplat
Fotografía: Emmanuel Lubezki
Reparto: Brad Pitt, Jessica Chastain, Hunter McCracken, Sean Penn, Laramie Eppler...
Sinopsis (extractada de Filmaffinity): Estados Unidos, años 50. Jack (Hunter McCracken) es un niño que vive con sus hermanos y sus padres. Mientras que su madre (Jessica Chastain) encarna el amor y la ternura, su padre (Brad Pitt) representa la severidad, pues la cree necesaria para enseñarle al niño a enfrentarse a un mundo hostil.
La belleza en estos 133 minutos se roza, casi se aprehende. Se vuelca sobre los espectadores en planos que pesan lo que un amanecer, lo que cientos de árboles gigantes, lo que todo un océano. El universo es, permanece al otro lado de la vida, durante toda la película en tanto no aparecen los créditos finales. En el film de Terrence Malick, además de la historia de Jack, sus padres y sus hermanos, hay espacio para la danza de las estrellas y la de la sangre; también para el estallido de un volcán y la fuerza telúrica de sol, y la supervivencia de especies ya desaparecidas. Para la vida en toda su minúscula inmensidad.
Muchos sostienen que este árbol apenas se sostiene, que tal vez tiene demasiada copa, muchas ramas y miles de hojas para tan solo un puñado de raíces; que se tambalea debido a su megalomanía. Muchos se aburren, se aburrirán ante tanta exigencia, frente a tantas preguntas y tan pocas respuestas. Malick, artista único, conocedor del impacto de las imágenes en movimiento, se recrea en los detalles; no sólo en la grandeza del océano o en la impenetrabilidad del universo: busca y halla matices en la textura de una cortina, de un camisón, en cada sonrisa, en cada caricia.
El agua, como sinónimo de vida, lo preña todo, circula a través de cada plano, de inicio a fin. El agua y esos detalles que Terrence pule, abrillanta. En un época en que el cine no es más que esa papilla que se ofrece a los espectadores menos exigentes, a los que sólo ansían un poco de vacuidad para sí olvidar la inexistente profundidad de sus vidas, "El árbol de la vida" es un islote perdido en mitad de la nada, un planeta habitable varado en el confín de la galaxia. Una bofetada sin manos y, al mismo tiempo, un canto a la hermosura plena de la vida, en cualquiera de sus estados, en cualquiera de sus formas.
La madre, los hijos, la presencia ominosa del padre. Éste es el eje principal que vertebra la obra. La paciencia de ella, la vitalidad e inquietudes de los tres pequeños, la férrea disciplina del cabeza de familia. Igual que en un relato de Raymond Carver o de John Cheever, late la amenaza cada vez que se sientan juntos a comer, o el padre toca el piano o el órgano, o juegan distraídamente en el jardín, o abren y cierran una puerta. La estrechez de la vida diaria, la caverna de los miedos. Indicar que las interpretaciones son excelentes, todas, a destacar en especial la de la madre, Jessica Chastain, y la de quien encarna a Jack, Hunter McCracken. Y que la fotografía de Emmanuel Lubezki es superlativa.
La banda sonora no molesta ni incordia como es uso y costumbre en el cine comercial del siglo XXI, sino que ayuda, completa el mensaje que dicta Malick desde detrás de la cámara. No solamente con la partitura compuesta por Alexandre Desplat: son de vital impotancia, casi más que la de aquél, las firmadas por Berlioz, Mozart, Priesner, Respigui, Brahms, Couperin, Bach, Gorecki, Mahler, Holst, Taverner o Smetana. Unas de manera muy sutil, acaso sólo el director conozca el motivo de su elección, añaden versos al poema en imágenes que es "El árbol de la vida"; otras, de identificarlas el espectador, son mensajes encriptados, pero traducibles. A poco que se ahonde en la significación de las músicas, se obtendrá la conclusión de que la Sinfonía nº 1 "Titán" de Mahler, el "Moldava" de Smetana o "Las barricasas misteriosas" de Couperin son claves con que profundizar en la armonía o desarmonías de los personajes, de los paisajes, del universo. Desde Stanley Kubrick no había nacido otro autor que manejase la música clásica con la puntería con que lo hace el director de "La delgada línea roja".
La muerte y el desprecio. La vida y los juegos compartidos. Tierra y
cielo, agua y fuego, amor y desamor. El director, además guionista, lo
entrelaza todo; a priori propone mezclas casi imposibles con que
perfilar personajes y sensaciones. En definitiva, una obra de arte no al alcance de cualquiera, que destella igual que un astro en mitad de toda la basura espacial que es el cine bobalicón y huero de nuestros días. Una sinfonía oceánica en su concepción, vitalista en su mensaje último. Imprescindible.
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