Domingo 31 de enero de 2010,
camino de Antequera, las 7:00 de la mañana.
(...) A lo lejos, en mitad de la niebla, emerge la figura de un hombre. Camina apresurando el paso, los jirones brumosos enredados en las botas. Aprovecha el amanecer para recomponer pieza a pieza algo del valor perdido durante la noche, si es que alguna vez fue valiente. Para él es simplemente una enfermedad contagiosa ante la que es inmune.
Filosofa sobre ello mientras avanza sin descanso sobre la línea discontinua de la carretera, las botas paso a paso sobre ella, los brazos en cruz, como el funambulista que cruza el vacío sobre un alambre que apenas cabe entre los dedos de sus pies. De la mano derecha cuelga una garrafa.
Todavía trae el miedo escondido en los ojos. A veces silbar una melodía o marcar el ritmo de una canción con el chasquido de los dedos sirve de antídoto. Pero del espejo de la mirada es más difícil borrar su huella. La huída de Granada, la persecución sufrida, el fuego que caía del cielo. Lleva caminando cuatro horas en busca de gasolina para poder seguir viaje. El Chrysler ha quedado muerto quince kilómetros más atrás.
Largo es el camino, y el desaliento. Hondo el miedo.
Corto es el valor. Y superficial el gesto de patear una piedra.
Está muy cansado. Los pies se cuecen dentro de las botas y la piel cancerosa se lacera por culpa del roce con los calcetines húmedos. Hace un par de horas ha soportado sin dejar de caminar un chaparrón que lo ha calado hasta los huesos. Trae toda la ropa húmeda, el frío de la noche empantanado en el pecho y en la espalda. Tirita de frío, así que agradece la salida del sol. Por lo menos podrá ir secándose. Poco a poco. Resopla y maldice su suerte. Luego vuelve a silbar una melodía que le ronda por la cabeza sin llegar a saber qué significa.
Durante un segundo sopesa la posibilidad de haber probado suerte anoche dirigiéndose al centro de Granada. Tendría que haberse arriesgado bajo el fuego de las bombas Mk77, pero quién sabe lo que habría encontrado.
Ahora está en mitad de ninguna parte. Menos mal que al final de la carretera, antes de que se pierda tras una curva a la derecha, descubre dos manchas oscuras. Apostaría que son dos coches. Con algo de suerte podrá continuar el viaje.
Salvador busca las llaves en el interior de los vehículos. Ni rastro de ellas. Habría sido una posibilidad, seguir en uno de esos coches abandonados y olvidarse del Chrysler. Para su desesperación el único botín que obtiene es una caja de caramelos de café que hay debajo del asiento del conductor.
Tendrá que seguir con el plan preestablecido, extraer algo de gasolina de uno de los depósitos y desandar el camino andado.
Abre uno. Deja la garrafa en el suelo y saca del bolsillo un largo macarrón de plástico. Ahora sólo aspirar bien fuerte y dejar que el combustible llene lentamente la garrafa. Acuclillado siente la tensión de las piernas, una presión de acero en las pantorrillas después de más de quince kilómetros de caminata.
El nivel de la gasolina sube al mismo ritmo que su ánimo.
Cuatro horas después, a eso de las once de la mañana, el Chrysler accede a una gasolinera que hay en mitad de la nada, camino de Antequera. Salvador guarda la precaución de esconder el vehículo dentro del túnel de lavado. Así evitará que desde el aire puedan detectarlo los aviones y helicópteros de los vivos y den la voz de alarma.
Las botas del soldado crepitan sobre guijarros de cristal. Todas las ventanas del local están reventadas. (...)
Con matemática exactitud, Salvador inspecciona una tras otra todas las estancias de la gasolinera, el cuarto de baño y la habitación de descanso del personal, procurando no dejar ni un solo rincón sin inspeccionar. Entonces algo sucede. Una sensación o simplemente un presentimiento. No sabe si ha sido antes el ruido o la sombra, o el engaño de los sentidos. De todas formas será mejor esconderse detrás del mostrador.
En uno de los cajones encuentra un destornillador. Lo empuña como si fuese un cuchillo. Asoma la cabeza por encima del cristal roto del escaparate y, a un lado de los surtidores, encuentra la sombra de lo que acecha tras su miedo.
Es menos grave de lo que había temido en un principio, parece la sombra de un perro. La figura en mitad del asfalto es inequívoca. Salvador abandona el mostrador con la bolsa de patatas en una mano y el destornillador en la otra. No ha de fiarse. Un animal hambriento es capaz de todo.
Se acerca dedicándole piropos, la bolsa a un lado, la mano izquierda adelantada, la palma boca arriba en son de paz. La derecha, por su parte, permanece escondida tras la espalda.
-Tranquilo, tú tranquilo, bonito.
Se acuclilla para ganarse la confianza del animal. Ponerse a su altura facilitará el acercamiento. Una racha de viento desordena el flequillo del perro, que se muestra reticente, encogido el cuerpo en actitud de alerta, el rabo entre las patas. Seguramente Salvador no será el primero que ha intentado el mismo juego con él. Así que es normal que desconfíe.
Debajo del pelaje se intuyen las costillas. Está muy flaco y tan sucio que es casi imposible adivinar su verdadero color. No es muy grande. No pertenece a ninguna raza conocida. Un mestizo, un animal inofensivo que a buen seguro mitigaría el aburrimiento de los trabajadores del lugar con sus carantoñas. Salvador adivina que tras esos ojos vivarachos se esconde un entrañable animal de compañía. Seguramente por eso no se ha marchado de allí, fiel hasta el final a la gasolinera.
De repente algo se le mueve por dentro. A lo mejor el vago recuerdo de otro perro, más alto y más fuerte, pero igual de cariñoso. La sonrisa brota inmediatamente de sus labios y el animal agradece el gesto aventurando un par de pasos. Pero basta que eche mano a la bolsa de patatas para que lo ganado en cinco minutos sea la mitad de lo perdido en un segundo.
El perro se retira. El olor de las patatas fritas es el único reclamo para que vuelva a acercarse. Así que Salvador adelanta una patata sin hacer ningún gesto brusco, evitando mirarlo directamente a los ojos, no vaya a ser que se sienta acosado. Es más que probable que una mirada demasiado intensa lo espante definitivamente. A saber lo que habrán visto esos ojos.
Midiendo cada centímetro como si fuese el último antes de revolverse y salir huyendo, el animal gana terreno. El hambre le conduce irremediablemente hacia Salvador.
Mira alternativamente a los ojos del soldado y a la patata frita. Tan solo un metro de distancia entre ellos. Demasiado lejos para Salvador. Peligrosamente cerca para el perro.
-Toma bonito.
Antes de que él consiga oír nada, el animal levanta las orejas, dos radares que se mueven a un lado y al otro, rastreando el viento. Está a punto de perderlo. Y Salvador lo sabe. Deja la patata en el suelo y se retira medio metro.
Pero el chucho sigue con las orejas de punta y la trufa de la nariz olisqueándolo todo.
Entonces huye a toda velocidad camino del túnel de lavado. Salvador maldice su suerte. Recoge la patata del suelo y la introduce en la bolsa. Hay que racionar la comida. Se incorpora y otea el horizonte, una mano a modo de visera.
Antes de que pueda ver nada, se presiente la inminencia de un rumor. Es eso lo que ha detectado el perro antes que él y por eso se ha escondido.
Desde luego el animal sabe a qué se enfrenta de quedarse en mitad de la gasolinera. Ya habrá tiempo de comer luego, primero hay que salvar la vida. Por su parte Salvador desconoce el origen del peligro, pero no el peligro en si mismo. Corre camino de Chrysler.
Acercándose metro a metro, rueda por la carretera el temblor de un grupo de motoristas. Salvador vuelve a encontrarse igual que anoche, encogido en el asiento, esperando que el peligro pase de largo. Introduce la llave en el contacto y aguarda. El destornillador y su hambre como unas únicas defensas.
Minutos más tarde el ruido es perfectamente reconocible. El bramido de una manada de motoristas retorciendo la oreja a su máquina. El suelo tiembla. Ojalá no encuentren atractiva la gasolinera y pasen de largo.